Anochece de repente, como en un sobresalto. El viajero en su habitación acaba de prepararse para salir a la noche habanera.
Una vez listo baja a la calle. En la esquina de O con la 23 la gente deambula en una amalgama de razas, colores, edades y procedencias que hacen que se sienta en el centro del mundo. La esquina bulle de personajes de toda índole: Turistas, cubanos con cualquier trapicheo, otros, con sus mejores galas, preparados para descubrir las infinitas sorpresas que la noche puede deparar a todo aquel que busca.
A lo mejor tienen suerte y esta noche acaba uno con algún turista que le solucione las copas y algo más, o quizá es otra noche en blanco, sin sacarle ningún provecho.
El viajero se acomoda en una mesa del restaurante de la esquina y se prepara para cenar algo antes de enfrentarse a esa misma noche. Pide una “Cristal” y lee con desgana la carta mientras otea el horizonte del local percatándose de lo que acontece a su alrededor. En el restaurante hay muchos turistas, mojito en mano, eufóricos de estar por fin en esa especie de paraíso tropical que es Cuba, donde puede sucederle a uno cualquier cosa y, sobre todo, donde las posibilidades de tener una aventura amorosa es muy alta. Observa como se van fijando las miradas, se van seleccionando aquello que más interesante parece y se inician los movimientos de aproximación o rechazo.
Junto al juego de la seducción entre cubanos y turistas hay familias y parejas cubanas que, como si estuvieran de fiesta, charlan, ríen y sobre todo comen.
El viajero pide su cena y, distraído con el ambiente que allí se respira, se la va comiendo bien regada con cerveza.
Mientras cena se pone a tocar uno de esos grupos que hay en toda La Habana interpretando sones y música popular. Son unos músicos de una calidad media muy buena, aunque se nota que su union es una cosa circunstancial, para sacar unos pesos y poder darse algún capricho extra.
Una vez que termina de cenar, el viajero camina por esa encrucijada de calles y gente y decide entrar en un club de jazz, “La zorra y el cuervo”.
Allí todo cambia, el ambiente es el de cualquier club de cualquier parte del mundo.
Como aún es un poco pronto para las actuaciones, el club está casi vacío. El viajero busca una mesa cerca del escenario pero suficientemente apartada para tener un buen centro de observación y se dispone a pasar una tranquila velada y disfrutar de la música.
Provisto de un “mojito” observa el panorama. Hay mucho ruido y muchísimos turistas. La mayoría está ligando con cubanos, pero además hay varios grupos que obviamente han venido a escuchar música y esperan impacientes que los músicos salgan al escenario y comiencen a tocar.
Cuando al fin estos comienzan su actuación se hace un gran silencio y todo el mundo pasa a concentrarse en la música.
Los músicos tocan un jazz con hondas raíces cubanas. Son jovencísimos y unos magníficos instrumentistas. Su música evoca recuerdos de juventud en el viajero, otros tiempos en los que casi todas las cosas eran posibles.
El viajero se abstrae absolutamente con ella y por un rato sus pensamientos se dejan llevar por las emociones que esta le provoca.
Absorto en la música apenas se da cuenta de que junto a él se han sentado varias personas. Sigue pendiente de la música, sin importarle ya lo que pasa allí dentro, hasta que los músicos acaban su actuación y hacen un descanso.
Entonces el viajero toma conciencia otra vez de donde está y entabla conversación con sus vecinos de mesa. Estos han llegado en dos grupos. Uno de ellos formado por tres músicos brasileños y otro por un brasileño y un judío de Israel de viaje turístico juntos.
Hablamos de la inmensa riqueza musical cubana y de cómo en una isla tan pequeña puede darse tanta variedad y sobre todo, tanta calidad. La conversación deriva de la música hacia las experiencias cubanas de cada uno de los viajeros y a las expectativas de evolución de la revolución.
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