Tres
días en Chachapoyas
Abandoné
Chiclayo con una cierta alegría de alejarme del bullicio de la
ciudad.
Después
de una noche de viaje en autobús aterrice a las 6 de la mañana en
Chachapoyas sin una imagen clara de que es lo que podía pasar. Tras
algunas gestiones, por fin me instalé en plena Plaza de Armas, en un
hotel situado en una casona colonial, con un patio precioso y añejo,
casi como un nuevo conquistador. Pero al poco me recogieron para
hacer mi primera excursión, ir a una cueva con estalactitas y
estalagmitas y restos de pinturas rupestres y a ver los sarcófagos
de Karajia.
Así
que me monté en el minibús y comencé mi periplo de valles y cimas,
por carreteras (bueno casi) sin asfaltar, dando saltos continuamente
y agarrado al asiento para no caerme en las curvas. De camino a la
cueva de Quiocta paramos en el restaurante donde íbamos a comer y
nos proveyeron de botas de agua pues el suelo de la cueva tiene
fango.
Yo
ya empecé a mosquearme y cuando llegamos allí y me explicó la guía
que solo eran formaciones geológicas lo que había, directamente me
negué a ir más allá y me salí tan contento a admirar el paisaje
mientras mis compañeros se llenaban de barro. Después de comer por
fin nos llevaron a la atracción, los sarcófagos de Karajìa.
Estos
están situados en un acantilado rocoso que servia de cementerio a
las élites de la cultura Chachapoyas.
Esto,
después de bajar en línea recta como un Km. Por una pendiente
notable o mas que notable. Bajar, bajamos bien, pero al subir, yo,
calculando mis fuerzas, contraté un caballo y me hice subir como un
autentico señor feudal, con el dueño del caballo tirando del ronzal
y no sin cierta vergüenza por mi parte, bueno, pero era eso o
prolongar la subida “sine die” pues no estaba claro que llegara
arriba.
Por
fin regresamos. Cena, cama y a la mañana siguiente otra vez al tajo.
Esta vez el objetivo eran las ruinas de Kuelap que están
consideradas de importancia similar al Machu Pichu, aunque de la
cultura Chachapoyas.
Otra
vez la misma historia, un funicular que te deja en la cima donde
están las ruinas no funcionaba y la alternativa es subir como
quinientos metros con doscientos aproximadamente de desnivel.
Tras
el consabido traqueteo del micro llegamos y esta vez hice el esfuerzo
de subir.
La
verdad es que el guía era muy amable y había dos parejas de abuelos
en peores condiciones que yo, lo cual facilitó el ritmo de la
expedición.
Las
ruinas son espectaculares no solamente por la conservación sino por
el enclave.
Uno
piensa que razones tendrían para situar una ciudad de entre 5 y 10
mil habitantes, con unas murallas de más de 20 metros de altura en
lo alto de semejante cerro y se hace cruces.
Desde
lo alto el panorama es esplendoroso, pero se nota que ellos, las
clases dirigentes que allí vivían, no se tenían que preocupar de
llevar la comida ni lo demás, que solo se dedicaban a sus ritos y
estudios.
En
este tipo de tours sigo necesitando mas tiempo para verlo pues los
recorridos son muy rápidos y apenas tienes tiempo de reflexionar
sobre lo que ves.
A
medio camino entre las ruinas y el microbús comimos en una especie
de restaurante de unos lugareños y con las mismas volvimos al
traqueteo de la vuelta que para completar el día nos sorprendió con
un tormentòn y un fabuloso arco iris andino.
Hoy
me he dedicado a descansar y sobre todo a hacer fotos de Chachapoyas
que tiene un centro colonial muy bien conservado, sin grandes
edificios, pero conserva la forma que debió de tener en la época
colonial y sobre todo exteriormente está muy bien conservado.
Además,
creo que de lo que yo he visitado es la única ciudad sin mototaxis y
con poquísima circulación y gente en las calles.
Así
pues, disfrutando de esta tranquilidad por fin he podido ponerme un
poco al día con mi blog.
De
las sensaciones que me han producido la gente, tanto los habitantes
de la zona como los turistas que me encuentro, seria un tema muy
largo de contar, pero en esencia cambia el concepto, son gente mas
tranquila que la costa, sus ritmos de vida son mucho mas lentos y,
por ejemplo, no es raro que las personas te den los buenos días al
cruzarse contigo por la calle o sentados en un banco de la Plaza de
Armas. Parece que no están inmersos en la vorágine del mundo
moderno, como si vivieran en una especie de ciudad fuera del mundo
actual.